Natalia Sánchez Herrera, 2021[1]
No tengo recuerdos de la infancia sobre lo que quería ser cuando grande, no recuerdo haber soñado con convertirme en algo o alguien. Tal vez solo quería ser niña.
Eso me hizo crecer con la sensación de no haber desarrollado una identidad, me sentía como un ente a la deriva, viendo el tiempo pasar. No había pasatiempos, no había gustos, no era ni buena ni mala en nada.
Eso me hizo sentir un vacío, y eso me hizo escribir. Traté de escribir en diarios de vida, iniciando cada plana con el típico “querido diario”, pero mi mamá me revisaba hasta lo que cagaba, así que conseguí diarios de vida con candado, esos pequeños e insignificantes candados que se abrían con el soplido del lobo feroz (el lobo era mi mamá). Como tampoco obtuve privacidad de esa forma, escribía en las orillas de los libros del colegio y de los diccionarios, hasta que mi mamá prestó nuestro diccionario a una vecina y esta se enteró de todas las estupideces que me pasaban por la cabeza, el lobo feroz se enojó.
Así dejé de escribir.
Ya era adolescente, la etapa de “no me importa nada” sirvió, empecé a escribir en una libreta de CasaIdeas que dejaba en mi velador, sin seguro, aunque a veces escribía con lápiz amarillo. Supongo que no es totalmente cierto eso de que no nos importa nada.
Ya adulta de carnet y niña de mente noté que mi nada era escribir, no sé por qué no lo noté antes, parecía ser mi hábito más propio y natural, pero lo vi pasar por mi lado, como una especie de ceguera de lo evidente.
Ahora escribo de noche, porque soy más real de noche, más honesta. No lo soy de día. De día escribo estilo correo electrónico, mucha pomposidad que me persigue y cuesta alejar, y al mismo tiempo me doy vuelta en enredos complejos, frases tan largas que olvido hasta los puntos, por eso ahora usé muchos, y espero seguir usando. No soy equilibrada con las decisiones, soy extrema.
Escribo de noche porque en serio sale lo que pienso y me da miedo, debo decir, esa transparencia es nueva, me es ajena, y solo llega a mí gracias a las palabras, estas palabras hablan por mí, porque mi boca no puede, le falta experiencia, se traba y tiene poco volumen. La palabra escrita es mi favorita, aunque no rehuyo de la hablada, solo la practico poco.
No hay una palabra que se acerque a lo que hago, lo que hago se acerca a la palabra, y ya a esta altura trata solo de ella, mi quehacer es la palabra. Escribir lo que estaba ahí y pasé por alto, o lo que no entendí, la palabra es mi modo de traducir lo que no aprendí.
A los 17 años participé de un pequeño taller de orientación, habían invitado a muchxs jóvenes y llegamos muy pocxs, formamos un círculo con las sillas y hablábamos muchas cosas que no sentía. El orientador nos dio un ejercicio: teníamos que escoger una palabra que nos definiera como personas, y esta debía iniciar con la inicial de nuestro nombre, en mi caso, N. Nos dieron un momento y no se me ocurrió nada, definirme, identificarme era imposible, me sentí sin apellido. El resto comenzó a decir sus palabras y al llegar mi turno, aún no se me ocurría nada, y dije “soy Natalia y no se me ocurrió nada”. Me dio pena, pero no me dio pena que no se me ocurriera nada, me dio pena que la palabra nada comenzará con N. N de Natalia. Natalia Nada.
Mi primera palabra fue nada, y al parecer ese fue para mí ese clásico y cliché momento del descubrimiento de algo propio. La nada me golpeó, pero la nada era también palabra.
Escojo la palabra palabra porque cuando creí que no era hábil en nada, era hábil con la palabra, y porque cuando creí que no tenía nada, tenía la palabra.
La palabra palabra[2]
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Desde mi lugar veo cómo se convierte el paisaje provincial, percibo su transformación. Hay allá afuera campo y trabajo. Lo que las manos crearon se ubica junto a las montañas y los lagos y la obra gruesa ahí edificada dista bastante de su vecindad. El metal, el fierro, el cemento y el ladrillo observan con timidez su entorno, saben que desde el origen no pertenecieron aquí, pero sus cuerpos aparentan lo contrario, lucen robustos y sólidos, olvidan que cuando la tierra se agita pueden perecer.
Veo esqueletos de metal y madera pisando con fuerza sobre la tierra, enterrados en bloques de cemento que quemaron la maleza que esperaba nacer, veo que arrancan el pasto, veo que empujan con ímpetu y tropiezan de vez en cuando, veo pastizales quemados y tierra mojada. – ¡Debo mojar el cemento para que no se desquebraje! – pues el sol comienza a agrietar el muro con venganza, recuerda lo que antes había en ese lugar, y a pesar de estas nuevas reuniones la tierra se adapta, ya se reconocen y dialogan.
Los clavos caen al piso incontables veces, algunos sobre el radier hacen un escándalo al caer, truenos delgaditos y agudos distraen el quehacer, otros caen en la tierra barrosa, esta acoge con mejor ánimo el impacto, es más silenciosa, dicen que recibe con los brazos abiertos el metal, ya no le teme, por eso no nos damos cuenta cuando vamos perdiendo los clavitos en la tierra, está los absorbe sutilmente y la tierra roja acusa que yacen ahí.
Recorro el camino que va de sol a sol en un solo día y es lo que veo, veo tierra y veo metal, veo luces y oscuridad, y es que voy desde lo más atrás de la boca de un lobo en soledad rumbo a la ciudad, allá donde el cielo nocturno nunca es tan negro como este. La luz es menor aquí y rebota sutil en el metal haciéndolo brillar y en el día las sombras se mueven calmadas de frente al sol.
Actitud serena admirando los contrapesos, al principio dudo, luego los comprendo. El equilibrio de fuerzas es lo que me motiva a salir, me subo a una micro dura y vieja, esta anda sobre el pavimento bañado en gotas de sudor, dispuesto justo entre enormes muros de montañas cubiertas de bosque y entre valles repletos de cultivos y de condominios pequeños, idénticos. Parece que se están robando el paisaje, pero no les temo, también son de aquí, también pertenecen. No nos roban, no pueden robar la nobleza del campo, y si algún día lo hacen, ella vendrá y tomará su lugar.
Admiro lo que ofrece este lugar, no entiendo todo lo que susurra a través del viento en las tardes, ni lo que ofrece el clima cambiante, pero lo que entra por las ventanas lo recibo y lo agradezco, este es mi insumo. La brisa y los destellos de luz traen consigo murmullos de la gente, traen sus secretos y deseos, algunos de los que llegan y luego se van, se convierten en los instantes que construyen este lugar.
[1] El ejercicio consistía en elegir una palabra que englobara nuestra práctica artística y se acercara a lo que hacemos. Considerando que este seminario tiene el objetivo de desarrollar nuestra memoria de obra, se transforma en un ejercicio práctico el intentar definir ciertas operaciones y ponerle nombre a lo que hacemos. La invitación era a tomar la palabra escogida y reflexionar en torno a ella, analizándola, haciendo conexiones, recogiendo recuerdos y entendiéndose como un elemento esencial de mi proceso actual.
[2] El ejercicio consistía en reflexionar en torno a las obras propias realizadas en el pasado, considerando elementos en común y contrastes entre ellas. Mis trabajos previos, por un lado, eran estructuras de tabiquería con materiales rígidos como metalcom, tuercas y tornillos cabeza lenteja, y artefactos de sistema de invernadero construidos con madera, alambre, plásticos de alta densidad y mangueras de industria agrónoma; por otro lado, trabajos hechos con telas colgantes ligeras en colores suaves y un cuerpo hecho en base a mis proporciones corporales con tela de tul color carne, registrado por fotografía en espacios de naturaleza silvestre. Este texto es un ensayo libre sobre las relaciones y contrastes entre lo que observo y lo que construyó, considerando la distancia material y visual que hay entre mis trabajos y reflexionando en aquellos elementos que se convierten en mi insumo.