Nicolás Bórquez

Mi emplazamiento es a partir de los no lugares, es decir, de aquellos espacios que la hipermodernidad ha desligado de una utilidad determinada. Por otro lado, tomo la idea de la nostalgia al pasado, a lo vintage, generalmente, mis referencias surgen a partir de las figuras humanas de la tradición euro-occidental, y lo traslado a un espacio abandonado, ya sea un sitio eriazo, un silo, o cualquier punto como referencia de la periferia del surponiente de Santiago.
Este interés surge por la invisibilización de estos espacios, que son producto de la fractura de un lugar en la ciudad, donde la renovación urbana, la gentrificación, y el tiempo hiperacelerado. Además, usando estos cuerpos sensuales, narcisistas, ideales de esta sociedad hipermoderna, les quito su rostro, para colocarles objetos inusuales para la tradición, aquellos que no suelen ser utilizados en los clásicos bodegones, asimismo, estos objetos surgen del hedonismo, el ocio, y lo popular.
De esta forma, planteo una dislocación de estos cuerpos idílicos colocados en espacios abandonados, en donde su pasado e historia no se hace presente por quienes lo transitan.

 

Por alguna razón, en nuestro país existe una gran
culpa y vergüenza generalizada, el pueblo se refiere a
si mismo como ciudadano, y tiene la extraña necesidad
de blanquear a sus delegados del mundo político, como
si fuese impensable imaginar a un presidente moreno. La
honestidad tiene relación con la ternura, imagino que por
nuestra cartucha sociedad es que Santiago es tan violento,
se siente ajeno a sí mismo. Por eso es que me interesan
las viviendas sociales, los blocks de departamentos, los
perros callejeros, los sitio eriazos, las infusiones y alucinógenos.
Desde esas ideas, pinto y escribo a partir de la
elevada cultura, la pintura decimonónica, por ejemplo, o la
literatura barroca y el realismo de Victor Hugo, para explayar
temas que no suelen ligarse a ello, lo descarnado y lo
carnal, el placer y la violencia. Es extraño que Baudelaire
sea uno de los más grandes poetas, pero a la mayoría le
espanta la idea de seguir su sendero literario, y gran parte
se contenta con escribir situaciones cotidianas y banales
de manera pomposa, como si narrar sus días de pandemia
fuese algo novedoso, cuando en realidad no es más que
tedio y monotonía.

20 de Noviembre, 2019, calle Mac Iver, hacía el Norte.
Me perdí en cuanto lanzaron las lacrimógenas, el estruendo de los casquillos me hizo cubrir mi cabeza con los brazos, e ir corriendo medio agachado en medio de la multitud que corría enceguecida, puteando, llorando, tomando a sus seres queridos para correr entre estampidas que van y vienen, salen los familiares con niños que no comprenden por qué mierda les lloran los ojos, por qué pican tanto cuando uno la estaba pasando tan bien entre la música, los tambores, los gritos de todos. Salen los familiares mientras entran los brigadistas de primeros auxilios con escudos, amoniaco dentro de una enorme mochila con insumos básicos para detener una hemorragia, inmovilizar una extremidad, levantar a los caídos. Entraban los encapuchados, la primera línea se posiciona para frenar el avance del guanaco, el piquete de Fuerzas Especiales carga escudos de medio cuerpo, reciben en una esquina los primeros intentos de vagas piedras que caen imprecisas hacía ellos. De vez en cuando, los pacos abren una brecha entre sus escudos, para dejar salir a un hombre que dispara a quemarropa balines de goma, o bien, más lacrimógenas, a veces también a quemarropa.
Las bombas de humo se elevan 20, 30 metros hacía el cielo con su larguísima y extensa estela, para dejarse caer junto a nuestros pies. Mis compañeros se habían dispersado producto del pánico, el rostro me ardía hirviente cuan acido que penetra en la piel, todos se habían ido, y al mismo tiempo, continuaba entre la multitud que corría empujándose, pidiéndose perdón, compañero, corre amigo, ahí vienen los pacos culiaos, mientras otra voz adolescente intenta frenar el caos de los que huyen, no corran, hermanos, somos caleta, más que la chucha. Solo en ese momento me frene en seco, para dejarme azotar entre codazos y puntapiés, rogando por un poco de bicarbonato, limpiarme el rostro y poder abrir los ojos para buscar a alguna cara conocida. Debía ir hacia el poniente, pero solo podía avanzar hacia el norte. A la altura de la calle Agustinas, ya el mar de gente comenzaba a disiparse, desde Moneda avanzan tímidamente enardecidos hacía la Alameda quienes aun no se decidían si quedarse entre el enfrentamiento, o bien, ir en busca de refugio. Mujeres encapuchadas con sus poleras picaban adoquines con un chuso, bloques para hacer más piedras, camotes para lanzar contra los pacos que avanzaban a paso lento; ellas cargaban estas piedras a un carro de supermercado, para llevarlas hacía la primera línea de compañeros que se defendían con escudos caseros: señaleticas, antenas parabólicas, planchas de zinc, incluso solo cartones forrados con doble capa de más cartón. Cualquier cosa sirve al momento de protegerse de un disparo, desde un jeans, hasta la cartera.
Preocupado, veía las espaldas desnudas de dos mujeres que llevaban un carro de supermercado, únicamente vestidas con sus zapatillas chicle, calzas, sostenes, y guantes de soldador. Cuando, repentinamente, se separa esprintando un paco de Fuerzas Especiales a lanzarse sobre un fotógrafo, desde la espalda, lo toma del cuello con todo su brazo, asfixiándolo, el fotógrafo intenta gritar, y sus ojos demuestran el pánico de ser apresado, cazado, suplicando que alguien lo ayude, pero su voz no logra salir de su garganta, solo una proyección de ésta logra alertar a los que anteriormente huían del lugar, solo basta con que una persona se gire, para que el resto actué inequívoco.
Mi sendero ya no era hacía el norte, la gente que huía se detiene, y los que ya tomaron partido, sin dudar, corren hacía las compañeras que llevaban las pesadas piedras. Uno a uno veo van tomando las piedras, las reparten, se las entregan, 2 derruidos sacos de papas cargados con escombros son extraídos del carro, objetos contundentes, más adoquines llegan, son picados, proyectiles eficaces para dar cara a los asesinos que portan armas de fuego. El periodista, quien aún continuaba perdiendo el aire, contemplaba toda esta escena: las mujeres frenando el racleteo de las ruedas metálicas del carro sobre el cemento desnivelado de la calle Mac Iver, y como de un momento a otro, mientras se desvanecía y recobraba la conciencia, el carro vaciado, se devolvía a buscar más camotes, tal escena se iba borrando, entre breves vistazos lograba distinguir a las compañeras del carro de supermercado, y entre otros lograba ver rostros, cuerpos que se dirigían hacía el, desde el pánico, el terror, la suplica de auxilio, paso a la esperanza, la vida, la alegría de vivir. Las mujeres del carro levantaban su puño, el izquierdo, el derecho, da lo mismo, gritando “Adelante compañeros, ¡Único paco bueno, paco muerto! ¡Único paco bueno, paco muerto! ¡Único paco bueno, paco muerto! ¡Único paco bueno, paco muerto! De forma progresiva, el grito iba descendiendo su decibel, frase por frase el clamor de la batalla espontaneo disminuía hasta convertirse en un murmullo. Solo el tac tac tac de las piedras sonaban contra el guanaco, contra los escudos de policarbonato de los antidisturbios. Desde el techo de acero del verde paradero, ubicado en Mac Iver hacía Moneda, 3 jóvenes morenos, encapuchados con camisetas de la hinchada, azules y blancas las camisetas, corrían en sprint hacía el paco que se aferraba arrastrando al camarógrafo, uno salta y empuja pateando un hombro con hombreras, casco; los pantalones verde oliva son golpeados con largo fierro negro de 2×2, al mismo tiempo una tercera patada que termina por derribar al paco que se rehúsa en soltar a su presa, quien sacudiéndose logra correr, con su ropa echa girones, y jadeante para recobrar el aire. Lacrimojenas caen entre todo ese perímetro de la escena, evitando que el derribado paco siguiese recibiendo patadas.
El PACOS CULIAOS pasaba a ser solo un sonido blanco, junto con el disparo del carro lanza aguas, tac tac tac sonaban las piedras chocando sobre el carro lanza aguas, los camotes eran contundentes, causando abolladuras en la maquinaria pesada de las Fuerzas Especiales; la primera línea contenía, servía se punto fuerte y firme para frenar el avance, los niños y ancianos ya habían escapado de los gases que envolvían toda la atmosfera, llorar era inevitable, tener un ataque de asma, fatal. Los brigadistas de auxilio prestaban atención, atendían a los desvanecidos, levantaban a los desmayados. Desde el otro punto, junto al Fashion Park de Santa Rosa, los oficiales dilucidaban desde su fuero interno, ¿disparar o mantener la guardia? ¿Cuánto vale la vida de estos pinganillas que destrozan postes de luz, vayas de tráfico, alambrado eléctrico y luminaria? A su lado se encuentra el cámara, quien graba todo desde su posición en primera persona, porta un arma de perdigones calibre ¨12, 53 cartuchos disparó en su operativo.
No hay menores de edad.
Las balas son disparadas fuego contra fuego (si es que el fuego de las piedras pueden ser comparadas con el fuego de los disparos) sobre los manifestantes que se enfrentaban, que defendían su punto. Toda esta escena pasaba delante de mis ojos que lloraban producto de los gases, como imágenes instantáneas que iban y venían de manera acelerada, desesperadas, gritos de manifestantes resonaban entre las calles, desde metro Unión latinoamericana, el mar de gente continuaba ascendiendo hacía el oriente.

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